Son prescindibles los malos ratos,
pero no los malos días. Quienes creen en la fortuna y, quienes no, se aprestan
a recibir con la misma expectativa tanto los buenos, como los malos. Vienen
empacados por igual, sin exceptuar que la recepción de los eventos es lo que
los tiñe de calificativos.
En los buenos días todo fluye. En
los malos; también. Fluyen problemas y adversidades. Decepciones y sensaciones de
despropósito. Los malos días, curiosamente, son los que les dan sabor a los
buenos, porque no podrían existir sin el otro; como una relación de
codependencia que nos tiene a todos inmersos.
En los malos días tenemos
determinación y coraje, pero no prudencia. En los buenos, una sensación de
armonía que también termina, hasta en algún momento colindar con un mal día.
Hay días de días, hay que decirlo. Este ha sido un gran mal día, pero,
teóricamente, el inicio de los buenos días, también. Claro está; hay que
gestionar soluciones y darles prisa a despedidas que no perdonan más esperas. Este fue un tirano y lo ordenó sin otro remedio que acusarle razón.
Eso sí, no se pueden, estimado lector, llevar los malos días a los buenos. Los malos días son breves; no duran más de 24 horas; nosotros les podemos dar continuidad y cuando eso pasa, erradicamos los buenos días que tanto mentamos en las mañanas. El mal día se siente pesado; solo hay que dejarlo caer y no sostenerlo en el aire. Es eso, justamente, lo que busca de nosotros.