miércoles, 22 de julio de 2020

Parados en estiércol de vaca

Para Manuel Mejía Robledo y don Jaime Botero y su dulce familia.

Entre las grandes dicotomías que puede enfrentar un ser humano atormentado está el querer rendirse en algo que busca continuar. Son, ciertamente, dos caminos que no se unen en ningún punto y exigen de cada uno la necesidad de tomar una decisión y, lo más importante, vivir con ella.

Entrar a un espeso bosque y reducirse a la sabia paciencia de la naturaleza es adentrarse en todo universo que aparenta quietud, en el que se siente observado cada movimiento personal, por errático que este fuese y hay un pasaje claro de la entropía al orden natural. 
Vista aproximada hacia el suroriente desde lo colosal del bosque del cóndor de los Andes.
El campo abierto tiene su magia porque es seguir explorando la naturaleza desde el punto ignorante supino o rayano de cada no. Por cada instante de caminata en terrenos desconocidos, tengo suficiente tiempo para cuestionarme cómo labran caminos entre árboles, como encuentran el norte o el sur, y pueden proclamar siempre victoria en lo que hacen. Mi estúpida astucia citadina me critica por ser un incapaz ante todas estas gestas anónimas campestres.

La sabiduría que podemos derivar de observar lo heterogéneo del paisaje nos puede enseñar que es estulta nuestra necia necesidad humana de querer hacer todo homogéneo, todo igual, como si no hubiera impronta. Solo con parar y observar la multitud de las hojas y ver que ninguna es igual a otra, que conviven pequeñas y grandes, intensas y pálidas, vivas y caídas.

La bienvenida de la naturaleza.
Justamente, dentro de las enormes diferencias que puede contener el campo, está en conocer sus campesinos. Esto nutre el alma y la lleva de vida; la misma que ellos siembran a diario. Es que la comparten, incluso, desde lo tierno de su mirar. Siempre les admiro por ser personas nobles, que quizás no se han corrompido por los vicios y comodidades que ofrece la ciudad y, en lugar de verse tentados, huyen de la urbe porque no ven ninguna celebración en hacer todo lo que los demás hacen, como si fuera un ciclo eterno o un retorno invariable.

Su don de servicio y gente los lleva a reconocer en cualquier persona su punto más brillante. Tienen calidez para acatar cualquier tono conversacional y saben los secretos que guarda la fuerza y el ingenio dentro de la naturaleza. Son cómplices de ello y, eso, es una enorme dignidad. Sus miradas siempre son sanas, amables y, lo mejor, tienen, como diría Aristóteles, listo el don de asombro para poder disfrutar cada camino, por espeso que sea.

Luego de caminar y descender por empinados parajes y sentirme, prácticamente, tragado por la tierra (ver video), vi lo imponentes que son sus lecciones de vida. Mientras caminaba, reflexionaba sobre todo lo que tengo que aprender de la vida, más que obsesionarme por datos impuestos por la sociedad y la academia; estériles –la mayoría– en medio de un techo de hojas y árboles. Este tipo de situaciones humillan con calidad el ego citadino y lo pone en su lugar. Qué inútiles son sus patrañas de que en la ciudad está la vida. Falso; la vida está donde puede ser vivida.


Por eso la raíz de este texto, que busca adecuar mi día más sentido y vivido del año. Lejos del confort, el control y otros elementos que han marcado mis días, aquí estuve inmerso en cambios, resbalones, caídas y demás desprendimientos personales que recibí con cariño. La naturaleza me estaba enseñando lo bisoño que soy para este tipo de cosas, esenciales en orden para sobrevivir. Me habló sobre dejarme llevar y que, con un poco de esfuerzo, ella misma me llevaría al punto de partida.

Manuel y yo. Foto por Sonrisitas
(Natalia Barreto Muñoz)
Esto se lo debo únicamente a Manuel, mi amigo y leal confidente, quien más que palabras, tiene ejemplos para enseñarme. Esa sabiduría es la que alguna vez espero en la vida. Él me vio caer, también parar. Lo grabó y me lo mostró para mi felicidad. Creo que también sufrió al ver mi torpeza en escena, pero se regocijó en que un joven rajatabla como yo pudo seguir su camino, a pesar de tantos tumbos. Lo siento si usted, señor lector, no ha hallado el Manuel de su vida.

Personalmente, nunca me había sentido tan feliz de verme tan ínfimo, tragado por la naturaleza, martillando el ego y los diplomas, siendo débil y torpe. Eso es grandioso, porque me enseña como nada que en lo que creemos que es el medio de la nada lo está todo.

Esa es la razón por la cual este texto va a dedicado a él, como otros, porque hizo lo que nadie hubiera esperado: indirectamente me convenció de pararme en un estiércol de vaca a la espera de seguir por mi camino.

A don Jaime y a Rafael también les agradezco por todo lo que les aprendí durante este camino. Es bueno reconocerse oyente de todas esas historias mientras la vida nos da ese empujón para decirnos que las sorpresas llegan inesperadas, que la emoción que le ponemos a ellas son la tinta que vivirá en nuestra memoria y justificando que viajar el volver a nacer o, para los más avanzados, volver a vivir. Tomás es un gran jugador para ver perder en las cartas en el cariño de Yamilé anima hasta a los espíritus más perturbados. Finiquité mi viaje con espeso despecho tras los platos de Judith, ¡maga!

Para el día y para la vida, esta jornada es inolvidable. Jamás olvidaré ninguna de mis 23 caídas cuesta abajo ni la vaca que me miró extraña cuando me le senté casi al lado.

Tras muchos fármacos, con oficio, puedo decir que volví a vivir.

Domingo 19 de julio del 2020, en medio del todo.

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