Debo confesar que la noche de ayer lunes tenía muchos
motivos. Pensé en pausar mi sueño nocturno para redactar esta entrada. Sabía
que si lo hacía así, perdería toda la noche; terminaría desvelado por todos los
pensamientos intrusivos que, como cascada del más borrascoso río, llegaban a mi
mente, atormentándome por una sola cosa: cometer un error y herir al inocente.
Cuando se lleva una errata entre pecho y espalda no se
es persona.
Hace poco veía en televisión una entrevista a Yidis
Medina, una señora que como un ‘mágico’ de la época del narcotráfico, llegó de
barrer cafeterías en Barrancabermeja (Santander) a decidir el curso de la Carta
Magna de Colombia. Ella votó, prevenida de pensamientos y ambiciones, la
reelección presidencial que le dio el segundo término ejecutivo a otro
utilitarista político. Ella no sabía lo que hacía; solo pensaba en lo que
soñaba, en la mentira que se creyó, en el engaño que compró, sin pensar en que
el daño ya estaba hecho.
Y ése es precisamente el precio de los errores. Los
yerros, como me enseñaron en el colegio a llamar a los más vergonzantes y
difíciles de superar de su índole, no se desprenden hasta acabar con todo,
hasta lograr que la culpa consuma por doquier lo que ve; lo bueno, lo malo y lo
loable. A que las buenas acciones del pasado sean un episodio más para validar
aquella frase del reverendo Martin Luther King Jr. en la que advertía: “Nada se
olvida más despacio que una ofensa; y nada más rápido que un favor”. Y sí.