Ciertamente, durante días recientes he encontrado la
mejor compañía en la música. Y con ello no supongo que los sonidos reflejan en
mí simple movimiento en los osículos auditivos, sino que fuerzan una activación
interior que me obliga a escuchar una pista una y otra vez. Como dirían los estadounidenses,
en medio de su vasta creatividad lingüística, over and over.
Fue precisamente la radio, esa que pongo cada mañana
mecánicamente a que me hable sin que se sienta ofendida porque le ignoro la
mayoría del tiempo, la que me trajo a la vida la trompeta y las notas de Herp
Albert & The Tijuana Brass. Taste of
Honey, Spanish Flea, Limbo Rock y Tijuana
Taxi componen desde hace un par de semanas cada uno de mis días; quién sabe
hasta cuándo o en qué punto me canse.
Soy creyente de la música como fondo memorial de los
ciclos varios de los que se compone la existencia. Solo basta con escuchar una
canción para rememorar, llorar, alegrarse, sentir nostalgia o, simplemente,
mover cualquier parte del cuerpo al ritmo de los instrumentos. Letras y composiciones se enganchan en el
recuerdo para hacernos sentir, para conmutar mente y cuerpo en la más ridícula
armonía. También es una forma de vivir, de sentir.