Ciertamente, durante días recientes he encontrado la
mejor compañía en la música. Y con ello no supongo que los sonidos reflejan en
mí simple movimiento en los osículos auditivos, sino que fuerzan una activación
interior que me obliga a escuchar una pista una y otra vez. Como dirían los estadounidenses,
en medio de su vasta creatividad lingüística, over and over.
Fue precisamente la radio, esa que pongo cada mañana
mecánicamente a que me hable sin que se sienta ofendida porque le ignoro la
mayoría del tiempo, la que me trajo a la vida la trompeta y las notas de Herp
Albert & The Tijuana Brass. Taste of
Honey, Spanish Flea, Limbo Rock y Tijuana
Taxi componen desde hace un par de semanas cada uno de mis días; quién sabe
hasta cuándo o en qué punto me canse.
Soy creyente de la música como fondo memorial de los
ciclos varios de los que se compone la existencia. Solo basta con escuchar una
canción para rememorar, llorar, alegrarse, sentir nostalgia o, simplemente,
mover cualquier parte del cuerpo al ritmo de los instrumentos. Letras y composiciones se enganchan en el
recuerdo para hacernos sentir, para conmutar mente y cuerpo en la más ridícula
armonía. También es una forma de vivir, de sentir.
Hay ciclos que se suelen cerrarse y con ellos
desaparece su música; la banda sonora de los recuerdos y los elementos que
delimitaron tolerancias, comportamientos, risas, disgustos y retos. Cuestión de
resiliencia para decir lo que se necesita decir. Lo más duro es dejar de lado
días amables, de calidez y amparo; de ingentes alegrías que lograban opacar
cualquier rasgo de ego. Y uno se pone a escuchar, con lúcido cuidado y cierta
neutralidad, para analizar la sabiduría de canciones que suelen al menos
dedicar un verso a la mera existencia y experiencia propia. Por eso aún me asombro con la
profundidad de los siguientes versos del bolero que magistralmente interpreta
Armando Manzanero: “Esta tarde vi llover, vi gente correr, y no estabas tú…”.
Esta tarde vi llover, una de las canciones más agónicas, pero a su vez, más
saludables para contener las rabietas de la emoción.
Quizás son esos mismos achaques los que me lleven a
escribir esta entrada que, seguramente, nadie leerá hasta este punto. Ni
siquiera yo sé cómo llegué hasta este paraje en el escrito sin decir nada
verdaderamente valioso, confesar los pesares del alma y admirar la frívola
maldad de aquéllos que pretenden brindar amor y afecto a cuanto individuo débil
y frágil se atraviesa y así creando en ellos un profundo dolor al encontrar un amor
vano y vacío. La ilusión de ser querido como se prentende.
Uno es humano cuando se encierra en unos audífonos,
dispone del máximo volumen y se recluye a disfrutar y sentir el ritmo y la
letra, a pesar de las precauciones de la pérdida de audición, pues vivir está
por encima de llegar bien a la muerte. Hay canciones que incitan a amar y otras
a odiar, pasionalmente.
Llamamos canciones a todo, hasta a lo sinfónico. Es nuestra naturaleza de agruparlo todo, hasta los momentos únicos de soledad, que caprichosamente llamamos episodios de abatimiento. Esas que nos dinamizan la tristeza, para que sea más aplastante, sea por desamor o porque simplemente nos ha ocurrido el peor de los males de la mente humana: la desilusión.
Llamamos canciones a todo, hasta a lo sinfónico. Es nuestra naturaleza de agruparlo todo, hasta los momentos únicos de soledad, que caprichosamente llamamos episodios de abatimiento. Esas que nos dinamizan la tristeza, para que sea más aplastante, sea por desamor o porque simplemente nos ha ocurrido el peor de los males de la mente humana: la desilusión.
Desilusionarse de alguien es difícil. Genera un
episodio de reencuentro complejo con la realidad y con la verdad. Pero
desilusionarse de sí es todavía peor. Una completa tragedia. Aquí debo ser
conciso. Desilusionarse es saber que se perdió el norte dentro de la más espesa
contracción de afecto y compromiso con la esperanza; sí, esa misma que destruye
y engaña vidas a diario. Una completa
falta de consideración.
Recuerdo cuando estaba en octavo grado, de un colegio
confesional, en clase de matemática con una profesora que parecía que sufría a
diario de una decepción amorosa y afectiva diferente. Se trataba de una mujer
muy apuesta, morena ella, de voz gruesa y desafiante al hablar. La conocí desde
mi segundo año de primaria y fue de las primeras que me enseñó matemática y,
quizás, por eso apesto en cualquier actividad exacta y aritmética. Dijo una vez
en una clase de álgebra —radical rediseño al pensamiento matemático de
secundaria—: “Los golpes del corazón duelen más que los golpes físicos. Un golpe
de amor duele más que un golpe en un ojo”. Acto seguido guardé silencio e
intenté descifrar el polinomio miserable que ocupaba parcialmente mi atención. En
un rincón, no sé cuál de mi mente, seguía pensando en las palabras que esta
profesora le había dicho a algunos vagos del grupo quienes, sabiamente, habían
optado por pasar horas y horas de vida entendiendo de qué se trataba la adultez
y la esencia humana que estar tratando de dilucidar soluciones a ejercicios
sosos preparados para complicar la vida a desprestigiados amantes del
humanismo, como este redactor.
Pensaba: “Esta señora no sabe lo que dice… Qué va a
doler más un golpe de razón que un golpe directo al ojo”. Desprecié todo ese
sentimiento opulento para definir que la vida siempre debería controlarse desde
el pensamiento fino de la razón, de la conceptualización y reducción de
elementos hasta reconocer su verdadero sentido en la vida. Pero, algunos años
después, he llegado al punto fatídico de reconocer la verdad auténtica y
radical de sus palabras. Nunca he sufrido una golpiza —solo pellizcos— y sí suficientes golpes al
pensamiento interno por la diversidad y dinámica de mi rarísima naturaleza.
A la anterior anécdota solo pude llegar porque,
después de escuchar al gran Herp Albert, aleatoriamente, mi reproductor me
llevó a describir con nuevos pensamientos Demasiado
Corazón, interpretada por el gran Willie Colón. Era mi música de moda,
entonces. No la escucho tanto, porque he encontrado más artistas y compositores
en el camino, pero seguirá siempre topando la atención cuando refiere
identificación y acusa recibo del recuerdo.
“Y como hay tanto
en la balanza, yo me resigno con mi deber, sigo pa lante con la esperanza, de
que algún día te vuelva a ver. Contra el peligro y las desgracias, contra
tiempo y difamación después de todo yo solo quedo con demasiado corazón”. Se
necesita demasiado corazón para tener espíritu y no ser un egoísta delirante
que pretende concertar todo a su propio beneficio y acomodo. Luego vino, del mismo Willie, Falta de Consideración. A esa canción le
tengo capítulo aparte en mi vida y, hasta ahora, ha sido un común denominador.
Willie Colón logra identificarnos con esa canción como
los decepcionados. Los aplanados por la verdad y la autenticidad. Y hasta el
sol de hoy se hace presente, sea por comisión o por omisión. Aquí no hay
diferencias, uno de es aquellos, como aquellos lo tienen a uno. Uno es ellos y
ellos es uno. No hay forma de buscar un cauce que nos separe y escudriñe una
frontera natural. La decepción es el alimento del amor. Es simple: el desencanto
traduce necesidad de amor o el completo hostigamiento del mismo y la búsqueda
de nuevas raíces afectivas. Ése es mi día a día. Pero es completa culpa de
quien escribe, por cimentar esperanzas, malas famas y quimeras de un completo
imposible racional. Como diría el gran Jorge Velosa: “Eso le pasa por calabaza”. Eso
me pasa por procaz y precoz.
Finalmente uno termina sintiéndose mal por alguien más,
por quien no tiene cartas en el asunto y es untado de toda la sangre del
dolor ajeno. El sabio Felipe Pirela, con una lectura apoteósica del ritmo bien lo dice:
"Lo que es la vida". "Lo que es la vida, lo puede el egoísmo, la envidia que es terca y mata, como Cristo se me achaca el crimen que no viví".
Qué horror herir a alguien, involuntariamente, con la intimidad del sentimiento.
Eso es lo que pasa cuando uno conoce el amor y hasta
le pone música. Como interpreta mágicamente don Andrés Calamaro, es “Mi Enfermedad”.
“Soy un remedio
sin receta y tu amor; mi enfermedad”.
Uno debe ser el historiador de su propia vida, al menos, para que el caos se vea en orden.
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Al epílogo, disculpas pido. No suelo escribir trivialidades de este tipo. Era solo una catarsis impulsada desde la música, para la música.
Tiene usted buen gusto, don Luis F. Yo también le voy construyendo banda sonora a mi vida. Andrés Ospina.
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