martes, 20 de enero de 2015

La muerte de un amigo


Siempre temí escribir esta entrada. La había pensado hace años, ya. No murió el que pensaba que iba a morir, murió al que iba a buscar para el consuelo. Y quizás eso hace todo aún más complicado. No lo sé. 

La foto se la robé a Juanita
Esta es la historia de don Alfredo, Alfredito, el doctor Gerena y cuantos convites le hice en cinco años de cercanía con el cantinero que siempre escuchó y pasó los malos y muchos buenos tragos. Es más, me parece peyorativo decirle cantinero, ni barman, ni alguna de esos oficios varios. Alfredo sabía y tenía una cosa que ya casi nadie sabe ni tiene: servir. Pulcritud y amabilidad. Ése era él. Le conocí cuando inicié mi universidad, justo en el primer semestre. Dedicaba los miércoles para ingerir licor con otros amigos de otra universidad, no porque quisiéramos desafiar el sistema o algo así, sino porque estábamos cómodos y alegres. Nos sentíamos como en las salas de estar de nuestras casas.

Y, probablemente, fue así como me enamoré de Baco, la que bien pudo ser la casa, por encima de cualquier vivienda, de Alfredito. En Baco había de todo, como en botica. Para un taurino, era ese momento de temporada que uno no temía que llegara al domingo. Para cualquier otro, un sitio con una moral cultural invaluable, llena, en cada una de sus esquinas y techos, de historias. Desde una cabeza de toro hasta una bola de espejos. En Baco había de todo. Lo mejor, eso sí, era su dueño. Porque no hay Baco sin Alfredo, ni mucho menos pudo existir el Alfredo que conocí sin Baco.

Dentro de Baco no existían calendarios. Raramente vi uno. Siempre era viernes, sin importar la fecha. Había aroma y ambiente festivo. Don Alfredo a veces se iba de su negocio y cuando volvía, nos encontraba sentados —a mis mejores amigos, porque solo a ellos les convidaba el placer de ir a Baco—, una vez adentro, nos saludaba con una sorpresa llena de picardía, remarcando el milagro de la visita o la ironía por volver tan prontamente pese a las resacas.

Un muy buen amigo me decía en la visita al servicio de velación, a quien le duele tanto como a mí la partida súbita de Alfredo, que el sitio era perfecto. Ofrecía comodidad, música al tono perfecto, además de atención sin igual. La bohemia en pleno. El tubo de escape al esplín propio de la realidad.
Alfredo se fue en su ley. Rápido y en su hogar, el mismo que nos abrió a todos, sin importar cómo fuésemos y con quién fuésemos. Me duele saber que lo más posible que es jamás estaré de nuevo en él. Y es ello lo que, quizás, me desgarra cuando termino de escribir este texto desordenado… Con Alfredo también muere una etapa de mi vida que no tenía preparada para dejarla partir y eso es lo que pasa, que se marcha un amigo y también una buena parte de nuestra nueva esencia.

Por eso, siempre te digo, y aunque deba apretar las muelas a su máximo punto para no caer, gracias, millones de gracias don Alfredo Gerena. ¡Gracias por tanto, buen hombre!


Descansa en alta paz con tu Yiyo y tu amada Rocío Dúrcal. Sé que estás muy bien con ellos. Ya nosotros nos ingeniaremos algo. Hasta luego, MINISTRO.

martes, 13 de enero de 2015

El punto de quiebre

Salud es llamar las cosas por su nombre, a pesar del dolor o la dicha que las mismas puedan traer a la condición existencial. Inquietarnos por la retribución de las cosas es como respirar, suele ser un evento mezquino, pero profundamente importante. Todos queremos nuestras partes, desde los justo y lo equitativo. 

Pero cuando esa sustracción de elementos no comprende una clara conjunción, no hay forma de reparar. El proceso de evaluación autodestructiva comienza como si se tratara únicamente de la normativa clara de la egolatría. Son esos instantes, algo lapidarios, que dan a entender que todo sale mal, y así, hasta alcanzar un fondo que no existe, porque suele ser más superficial cada vez, aunque se le notasen más honduras. 

No sé con qué seguir. Después intento más...



martes, 18 de noviembre de 2014

Saber huir

Trataré de ser breve: estoy algo somnoliento, la lluvia me arrulla y la inspiración no creo que tenga el kilometraje para otra entrada llena de sentimiento cursi y despreciado.
Así que me iré por una intentona de explicación de algo que apenas entiendo. 


Dicen por ahí que cuando una puerta se cierra, mil se abren. Aunque la exageración de este dicho es algo grosera, sí tiene tintes de certeza. No porque realmente lleguen nuevas oportunidades a la vida, sino porque finalmente salimos del trance deplorable de priorizar casos sobre otros que aún no han gozado del derecho del reconocimiento.

Eso sí, lamentable sí es, pues, que abrir las nuevas puertas exija perder la esencia. No es posible que sea perentorio un cambio de filosofía para poder aprovechar las oportunidades nuevas. ¿Entonces qué sentido tiene habitar con el pensamiento ajeno? Y es que uno de los grandes problemas de esta edad es creer que a la otra persona hay que ordeñarla (no sean malpensados) bajo dosis de incertidumbres, intrigas y actos groseros… A lo último siempre he sido vehemente: ¡qué feos son los chats notificando cuando alguien deja algo leído! Me quedé en las llamadas; quizás las videolladas, porque gozan de tacto y emoción, curiosamente. Pero, peor así, es que haya quienes crean que eso es parte de una brillante estratagema para conquistar o llamar la atención de alguien. ¡Por favor! A todo esto hay una preciosa vulgaridad anglosajona: Bullshit.

Y eso es lo que ocurre. Si la oportunidad se pierde fresca, no queda más que olvidarla y seguir luchando por observar otras a pesar de estar sobre ellas… Pero nunca se debe renunciar a la esencia, dado que considero que la avaricia temporal y social es uno de los defectos más aterradores de un ser humano. Puede ser por falta de control o porque nunca podremos o podrán, quién sabe, salir de los casi circadianos problemas y dramas.


El que quiera, que quiera y lo consiga y el que no, que mejor sepa huir. 

Y... No seamos tan procaces, aún tan precoces.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Programming alert


Notificamos del paso de un huracán con nombre castellano que dejó muchos daños en la zona, pero, finalmente, conservó la esencia de los sufridos. Un huracán de buena cara capaz de generar daños sin consentimiento ni remordimiento. Pésima representación de su gremio.

Se solicita a la audiencia ignorar las previas dos entradas, de paso.

Volveremos dentro de poco por este mismo canal.



 

martes, 28 de octubre de 2014

El error


Debo confesar que la noche de ayer lunes tenía muchos motivos. Pensé en pausar mi sueño nocturno para redactar esta entrada. Sabía que si lo hacía así, perdería toda la noche; terminaría desvelado por todos los pensamientos intrusivos que, como cascada del más borrascoso río, llegaban a mi mente, atormentándome por una sola cosa: cometer un error y herir al inocente. 

Cuando se lleva una errata entre pecho y espalda no se es persona.

Hace poco veía en televisión una entrevista a Yidis Medina, una señora que como un ‘mágico’ de la época del narcotráfico, llegó de barrer cafeterías en Barrancabermeja (Santander) a decidir el curso de la Carta Magna de Colombia. Ella votó, prevenida de pensamientos y ambiciones, la reelección presidencial que le dio el segundo término ejecutivo a otro utilitarista político. Ella no sabía lo que hacía; solo pensaba en lo que soñaba, en la mentira que se creyó, en el engaño que compró, sin pensar en que el daño ya estaba hecho.

Y ése es precisamente el precio de los errores. Los yerros, como me enseñaron en el colegio a llamar a los más vergonzantes y difíciles de superar de su índole, no se desprenden hasta acabar con todo, hasta lograr que la culpa consuma por doquier lo que ve; lo bueno, lo malo y lo loable. A que las buenas acciones del pasado sean un episodio más para validar aquella frase del reverendo Martin Luther King Jr. en la que advertía: “Nada se olvida más despacio que una ofensa; y nada más rápido que un favor”. Y sí.