
Cuando se lleva una errata entre pecho y espalda no se
es persona.
Hace poco veía en televisión una entrevista a Yidis
Medina, una señora que como un ‘mágico’ de la época del narcotráfico, llegó de
barrer cafeterías en Barrancabermeja (Santander) a decidir el curso de la Carta
Magna de Colombia. Ella votó, prevenida de pensamientos y ambiciones, la
reelección presidencial que le dio el segundo término ejecutivo a otro
utilitarista político. Ella no sabía lo que hacía; solo pensaba en lo que
soñaba, en la mentira que se creyó, en el engaño que compró, sin pensar en que
el daño ya estaba hecho.
Y ése es precisamente el precio de los errores. Los
yerros, como me enseñaron en el colegio a llamar a los más vergonzantes y
difíciles de superar de su índole, no se desprenden hasta acabar con todo,
hasta lograr que la culpa consuma por doquier lo que ve; lo bueno, lo malo y lo
loable. A que las buenas acciones del pasado sean un episodio más para validar
aquella frase del reverendo Martin Luther King Jr. en la que advertía: “Nada se
olvida más despacio que una ofensa; y nada más rápido que un favor”. Y sí.