miércoles, 6 de mayo de 2020

Aprender del riesgo


¿Por qué obramos a riesgo? Que lo digan los inversionistas que calculan lo que pueden perder. Pero lo saben. En la vida ordinaria, la del esplín y los soles caniculares no existe respuesta a la incógnita que ampara la vida: ¿qué pierdo si lo hago?, en un versus de ¿qué gano si lo hago?

Acometerse en empresas sin estar seguros de su salida es mi preferencia, tal vez. Pero, no importa. Qué tedio siempre saber el camino por donde transitará la vida, por lo que una dosis de incertidumbre –quién creyera- puede equiparse siempre para disolver las angustias cotidianas al imprimirles un poco de emoción. Está el riesgo y si se pierde, pues se pierde. ¿Y qué se pierde que no se pueda reponer?

Esa es nuestra vil y grandilocuente diferencia con los inversionistas que habitan en meticulosos cálculos hechos sin piedad para que la pérdida solo quede en una idea. Si lo que yo doy lo pierdo, no es un mal gasto, mientras lo pueda seguir dando. Es como una ley eterna de la vida; un manantial y qué cursi suena. Quizás eso abra luz a mi incomprendida forma de ver la vida… 

A veces me topo no con personas, sino con desiertos consumidos por aire caliente, donde ni siquiera se asoman las nubes para no perder el tiempo ni su propio vapor.


He decidido arriesgarme en otra de mis empresas tradicionales, las que no tienen un futuro (cierto), porque su presente es más jovial. Confieso que me he vuelto aficionado a la forma inédita en la que se escriben estas historias, no porque ame lo desconocido o algún tipo de altercado con cualquier noción de la lógica, sino que saber que las cosas que no están escritas tienen mayor poder de sorpresa de cualquier otra.

Además, los ingredientes que amenizan este camino están tan dados a mi gusto que entre la sospecha de la coincidencia y el miedo de la realidad me animo a esperar a que el tiempo decida, porque, si yo decido, entonces, no me arriesgo. Es ley.

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