¿Por qué obramos a riesgo? Que lo digan los inversionistas
que calculan lo que pueden perder. Pero lo saben. En la vida ordinaria, la del
esplín y los soles caniculares no existe respuesta a la incógnita que ampara la
vida: ¿qué pierdo si lo hago?, en un versus de ¿qué gano si lo hago?
Esa es nuestra vil y grandilocuente diferencia con los
inversionistas que habitan en meticulosos cálculos hechos sin piedad para que
la pérdida solo quede en una idea. Si lo que yo doy lo pierdo, no es un mal gasto,
mientras lo pueda seguir dando. Es como una ley eterna de la vida; un manantial
y qué cursi suena. Quizás eso abra luz a mi incomprendida forma de ver la vida…
A veces me topo no con personas, sino con desiertos consumidos por aire
caliente, donde ni siquiera se asoman las nubes para no perder el tiempo ni su
propio vapor.
He decidido arriesgarme en otra de mis empresas
tradicionales, las que no tienen un futuro (cierto), porque su presente es más
jovial. Confieso que me he vuelto aficionado a la forma inédita en la que se
escriben estas historias, no porque ame lo desconocido o algún tipo de
altercado con cualquier noción de la lógica, sino que saber que las cosas que
no están escritas tienen mayor poder de sorpresa de cualquier otra.
Además, los ingredientes que amenizan este camino están tan
dados a mi gusto que entre la sospecha de la coincidencia y el miedo de la
realidad me animo a esperar a que el tiempo decida, porque, si yo decido,
entonces, no me arriesgo. Es ley.
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