sábado, 16 de mayo de 2020

Esperar


¿Qué esperar después de haber esperado?

A veces el mundo nos interpela bajándonos la velocidad, pero no el ímpetu, consecuentemente. Por años he notado que la preferencia común es a la ‘no espera’, a actuar con cuanta prontitud y presteza sea posible para conminar nuestras acciones a un logro siguiente.

Pero la vida nos ata.

Las nubes, tan lejanas y calladas, nos hacen esperar horas en aeropuertos, porque dentro de sus estructuras meteorológicas hay salvajes vientos forzando la creación de tormentas y turbulencias que le quitarían seguridad a lo nuestro: al vuelo.

Ahora la vida nos fuerza a una espera mayúscula, diferente a las demás, porque esta se nutre en la incertidumbre. No sabemos cuánto tenemos que esperar; lo que es distinto a sobrellevar minutos u horas a la espera por un transportista hábil que nos lleve de un punto ‘a’ a un punto ‘b’, o adonde queramos. Y esa incertidumbre nos prueba qué tan ingeniosos podemos ser con la expectativa y cómo se puede aprovechar ese tiempo para que no sea lapso muerto.

No obstante, la peor de las esperas es aguardar a que algo suceda. La modorra, el tedio, la indiferencia o, hasta la rabia, pueden brotar de cualquier lugar para generarnos actividad. No estamos programados para esperar, pues, si alguien no va a nuestro ritmo, desestimaremos su cadencia y lo enviaremos a otro lugar. No va con nosotros. No va.

Saber esperar cuesta mucho y, para eso, hay que ir libres de expectativas… Curioso, ¿no? Para qué vivir algo así. Pero las metas y las expectativas no son la misma situación. En la meta hay claridad y en la expectativa; deseo. A veces eso divorcia a los mismos humanos: unos por muy lentos y apesumbrados, quizás, y otros porque van tan rápido que no piensan ni en cómo se mueven.

Esperar cuando tenemos hambre es difícil, pero más dificultoso es aguardar cuando queremos compartir lo que hemos hecho y la situación no, simplemente, no se da. En muchas ocasiones, los panes no se queman en la puerta del horno, sino que se dañan por el moho en medio del rechazo de no haber sido adquiridos, ahí, en medio del mostrados, en la constante exhibición de lo que son.

Recuerdo siempre con temor cuando alguien pregunta: ¿Usted qué espera del otro? La respuesta puede ser apabullante por lo condicional y viciada de la recepción a esa pregunta. Lo cierto es que la espera siempre caduca; no hay espera eterna, porque se deja de esperar cuando la realidad se entiende. Ahí, entonces, se vive, con o sin esos condicionantes y, entonces, hacemos algo. En cierto modo, ahí dejamos de esperar mientras seguimos esperando.

Bien dicen por ahí: “Las buenas cosas les suceden a aquellos que saben esperar”.

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