El autobús colectivo llevaba su cupo lleno. Su intención era transportar cuanta gente le fuera posible desde la Enea hasta la Universidad de Manizales. En la primera fila de puestos, una señora que ya había entrado a la condena mediática de la tercera edad acompañaba a quien podría bien ser su hija y su nieta.
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Se apearon del transporte en frente del Hospital Infantil Universitario. El conductor paró en una zona prohibida pero no mostró señal alguna de interés por respetar la norma. Probablemente la necesidad de sus pasajeros está por encima de lo que tenga para alegar y presional el cláxon el conductor de atrás.
La escena fue única. Tardó unos quince segundos. Aunque la historia podría bien ser un relato sensorial, lo que vi fue una escena del miedo y la condena de la vida. De sábados en la mañana para no salir y preferir no enfrentar más de la monótona realidad.
La madre de la niña llevaba en su mano una maleta que significaría un estancia en cualquier hotel, algo pasajero, previamente planeado. Ella, en su mano, llevaba un oso de peluche. Parecía recién comprado porque guardaba un color blanco impecable, lejos del polvillo que apuesta siempre para invadir los tejidos de felpa del mismo muñeco.
La niña no quería bajarse del automotor. En su cara era clara una señal de miedo, de zozobra. Su mano izquierda le haló hasta que puso sus pies en la acera. La prisa del tráfico hacía a su madre actuar a contrarreloj. No había tiempo para consejos ni para pensar en el espacio y tiempo de aquel momento en cualquier sitio de la avenida.
La niña finalmente puso sus extremidades inferiores en tierra. Su abuela siguió. En ella la cara de preocupación y sumisión era más notoria aún. Sabía que tenía que enfrentar los encuentros de la vida y nunca pensó que una niña tan pequeña tendría que pasar por tremendas cavilaciones y dolores. En su mano derecha, la mayor de las mujeres llevaba un conejo de peluche. Ya tenía señas de maltraño; de cariño expreso en uso y abrazos infantiles llenos de inocencia y fortaleza.
A mi lado, en la segunda fila, probablemente viabaja una tía, quien soltó un par de lágrimas una vez vio bajar a sus familiares del autobús. Lo que hubiera pasado con la niña aún no lo conozco y tampoco creo que vuelva a pasar a menos que le vuelva a ver su cara, tan fijamente como esa mañana de sábado que me mantuvo despierto, observando la realidad a cuentagotas, en segundos sobre segundos que marcan un pulso real en medio de la modorra típica del sábado en la mañana.
Seré muy precoz si imaginé esta historia y la niña solamente iba a unos exámenes de sangre. Todas las probabilidades caben aquí.
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