miércoles, 27 de abril de 2022

El efecto Ígor

Ígor está de cumpleaños. Es su primer aniversario. Al menos, eso fue lo que nos dijeron cuando lo adoptamos, que sería por estas fechas. Su llegada a la familia ha sido más que una buena noticia; superó todas las expectativas y, por suerte, superó todos los miedos que pudieran haberse creado.

Ígor no habla, pero su compañía es óptima en los momentos en los que se decae el ánimo. Llegar a casa y sentir su afecto es algo que nunca había experimentado en mis 29 años de vida. Me tardé mucho en llegar, -no sé por qué fue tanto tiempo o tal espacio-, pero su arribo a mi hogar es un acontecimiento que merece toda la algarabía del caso.


Ígor es mi gato; la primera gran mascota en propiedad de mi vida. Cuando fui niño, junto a mi hermano, tuvimos unos canarios, pero estos murieron una madrugada de año nuevo cuando los encontramos flotando en un tanque de agua. Fue un momento difícil de observar para un niño y aún lo cargo como adulto. Nos rodeamos de algunos perros de parientes, como Júnior, que se lo robaron, o Teo, que vive en Cali.

En junio del año pasado adoptamos a Celsius. Así llamamos al gato de raza siamés; lindo como él solo. Después de mucho pensarlo, en la familia nos sentíamos preparados para adoptar una mascota. Por facilidad pensamos en un felino. Así que Celsius recibió nuestro abrazo. Sin embargo, este pequeño gato, de semanas de nacido, murió apenas 10 días después de llegar a nuestra casa. Tenía una enfermedad de base, lo que significó una enorme pena y una demoledora derrota para el ánimo de adoptar una mascota.

viernes, 1 de abril de 2022

Silenciar para vivir

Por muchos años, cada noche solía poner el celular a cargar al lado de mi cama, sobre un nochero. Tampoco lo dejaba apagado y solo lo configuraba en vibrador para que, en caso de una llamada, no muriera de un ataque al corazón por el sonido brusco del ringtone. En mis planes mentales estaba contestar, así nadie quisiera llamarme a las 2:00 a.m. de cualquier día.

Yo no soy precisamente un monumento al sueño y siempre me despierto en medio de la noche, quizás para hacer una pausa activa o para buscar una posición más cómoda al dormir. Sin importar la hora, mi cerebro, que no se desenchufa, como el mismo internet o el mismo celular, de una u otra manera, salía del letargo del sueño para conectarse de inmediato con las novedades provistas por una extensa hilera de notificaciones. 

Al despertar sentía que no había descansado o que la reparación propia del sueño nocturno había sido estéril por cuenta de una adicción o dependencia. De la misma manera, por mucho tiempo me impuse la labor de responder rápidamente los mensajes que me enviaban por chat. Craso error.

Y así, de la nada, entendí que había construido mi realidad inmediata en la hiperconexión. El celular, la tableta, el reloj, todo estaba constituido bajo el mismo perfil y el mismo sujeto que estaba siempre atento a lo que podía suceder y no sucedía. Incluso, de cargar en el reloj inteligente las notificaciones del celular, solía revisarlo constantemente sin siquiera recordar la hora.

lunes, 19 de julio de 2021

El gatito

En la noche del jueves 8 de julio recibimos un lindo gatito. Venía en una bolsa y, según sus tenedores originales, había nacido el primer día de junio. Recibíamos, pues, en casa, la muestra más tierna de la naturaleza: unos humanos se encargaban de dar un poco de cariño a un pequeño animal para que este pudiera crecer y estar tranquilo. El primer día llegó ansioso, temblaba del miedo. Era otro sitio, otro lugar para él.
 

Oírlo maullar día y noche se convirtió, entonces, en nuestra pasión, en un nuevo modo de vida. Creo nunca en mi vida había estado tan cerca de una labor de padre, o madre, o a lo que diera lugar todo esto. Tampoco había estado tan cerca de un animal; todo era sui generis para mí. Hace algunos años, en mi época más insensible, juré nunca tener cuidado por un animal, pero los 28 años y la vida me presentaron otro presente mucho más amable y cálido.

Su nombre siempre fue un misterio. Pensé mil nombres, pero terminé llamándolo Celsius. Se convirtió en mi amigo y mi confidente. Dormía en mi cama y, como era normal, quise hacer una prueba. Le reproduje largos videos de música para dormir gatos y acerté. Luego, se pasaba a mi silla de trabajo y dormía sobre mi regazo. Incluso, lograba meterse entre mi camiseta en búsqueda de calor.

viernes, 16 de abril de 2021

La cura del abrazo

Por ocasiones siento que la pandemia no me ha pasado factura, aunque me ha hecho cobros diferidos y de contado que me logran mover todas mis estructuras personales. Debo, también, confesar que soy un individuo dependiente del cariño y del tacto, por ende, la falta de saludar o despedir de mano y abrazar ha sido de los mayores atropellos que ejecuta la pandemia. Iluso sería decir que no espero que me devuelva un poco de lo que me ha quitado o de lo que me ha privado.

Los abrazos tienen algo muy especial. Nunca dos corazones que se quieren están tan cerca, como cuando se abrazan. Los divide la piel y la carne, pero se oyen; se escuchan, están en sintonía. Quizás sus latidos se acompasen al estar frente a frente, de pronto combinan las fuerzas de sus afectos y se funden en esa sensación que arropa y que, a la vez, libera.

Creo firmemente que abrazar tiene un poder curativo. Primero, porque quienes están dispuestos a abrazar logran cubrir las necesidades afectivas del otro protegiendo con sus brazos y su cuerpo, mientras que los abrazados encontramos el más profundo refugio allí. Es la intimidad de la confianza, eso que nos hace mover nuestros intereses por vivir en comunidad, por querer y por amar.

A veces dejamos los abrazos para fechas especiales o para las penurias, cuando debemos buscarlos como un ruego para la tregua emocional. Por tal, considero que la pandemia nos persuade para abrazar más, al encuentro, a la despedida, en el momento alegre y en el melancólico. Es una oportunidad.

domingo, 7 de marzo de 2021

Encontrarse con uno mismo

Pasamos todo el tiempo con nosotros, pero, casi nunca, estamos con nosotros. Suena a cliché o a idea salida del tono, pero, a lo que voy, es que en muchas ocasiones perdemos la sintonía propia por buscar saber qué frecuencia tiene el mundo exterior.

Para podernos integrar perdemos parte de los nuestro, como si fuera una licencia, para poder recibir de lo exógeno. En otros momentos, lamentamos haber puesto tanta reticencia en aspectos fuera de nuestro control que, finalmente, optan por robarnos paz y serenidad, dos de los insumos más esenciales para vivir sin remordimientos reales y no pasajeros.

Para apartarse se necesita voluntad; a veces se adquiere porque es la única salida o porque la fatiga y saturación que nos causa la hiperconexión y el intercambio con otras personas nos rebosa lo que estamos dispuestos a dar y, asimismo, recibir.

También, es un despropósito que muchas personas tomen como una ofensa entender que alguien se quiere aislar de ellas; es algo así a personalizar el deseo ajeno de libertad. “Nadie puede ser libre si yo no lo permito”. Pero la vida es más que eso, hay que recordar que, entre las mayores mentiras existenciales, están los egos y todos cargamos con uno. ¿Cuánto nos permitimos engañarnos por él?