Siempre
temí escribir esta entrada. La había pensado hace años, ya. No murió el que
pensaba que iba a morir, murió al que iba a buscar para el consuelo. Y quizás
eso hace todo aún más complicado. No lo sé.
Esta
es la historia de don Alfredo, Alfredito, el doctor Gerena y cuantos convites
le hice en cinco años de cercanía con el cantinero que siempre escuchó y pasó
los malos y muchos buenos tragos. Es más, me parece peyorativo decirle
cantinero, ni barman, ni alguna de esos oficios varios. Alfredo sabía y tenía
una cosa que ya casi nadie sabe ni tiene: servir. Pulcritud y amabilidad. Ése
era él. Le conocí cuando inicié mi universidad, justo en el primer semestre.
Dedicaba los miércoles para ingerir licor con otros amigos de otra universidad,
no porque quisiéramos desafiar el sistema o algo así, sino porque estábamos
cómodos y alegres. Nos sentíamos como en las salas de estar de nuestras casas.
Y,
probablemente, fue así como me enamoré de Baco, la que bien pudo ser la casa,
por encima de cualquier vivienda, de Alfredito. En Baco había de todo, como en
botica. Para un taurino, era ese momento de temporada que uno no temía que llegara
al domingo. Para cualquier otro, un sitio con una moral cultural invaluable,
llena, en cada una de sus esquinas y techos, de historias. Desde una cabeza de
toro hasta una bola de espejos. En Baco había de todo. Lo mejor, eso sí, era su
dueño. Porque no hay Baco sin Alfredo, ni mucho menos pudo existir el Alfredo que
conocí sin Baco.
Dentro
de Baco no existían calendarios. Raramente vi uno. Siempre era viernes, sin
importar la fecha. Había aroma y ambiente festivo. Don Alfredo a veces se iba
de su negocio y cuando volvía, nos encontraba sentados —a mis mejores amigos,
porque solo a ellos les convidaba el placer de ir a Baco—, una vez adentro, nos
saludaba con una sorpresa llena de picardía, remarcando el milagro de la visita
o la ironía por volver tan prontamente pese a las resacas.
Un
muy buen amigo me decía en la visita al servicio de velación, a quien le duele
tanto como a mí la partida súbita de Alfredo, que el sitio era perfecto.
Ofrecía comodidad, música al tono perfecto, además de atención sin igual. La
bohemia en pleno. El tubo de escape al esplín propio de la realidad.
Alfredo
se fue en su ley. Rápido y en su hogar, el mismo que nos abrió a todos, sin
importar cómo fuésemos y con quién fuésemos. Me duele saber que lo más posible
que es jamás estaré de nuevo en él. Y es ello lo que, quizás, me desgarra
cuando termino de escribir este texto desordenado… Con Alfredo también muere
una etapa de mi vida que no tenía preparada para dejarla partir y eso es lo que
pasa, que se marcha un amigo y también una buena parte de nuestra nueva
esencia.
Por
eso, siempre te digo, y aunque deba apretar las muelas a su máximo punto para
no caer, gracias, millones de gracias don Alfredo Gerena. ¡Gracias por tanto,
buen hombre!
Descansa
en alta paz con tu Yiyo y tu amada Rocío Dúrcal. Sé que estás muy bien con
ellos. Ya nosotros nos ingeniaremos algo. Hasta luego, MINISTRO.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario