martes, 2 de febrero de 2021

El patetismo (ser cursi)

Existe una asociación general por muchas personas de vincular las palabras patético con ridículo. Y, aunque, entre líneas puede haber una asociación, el diccionario, realmente, explica que un patético es aquel que “conmueve profundamente o causa un gran dolor o tristeza”. Así que, de ridiculez, queda poco.

Etimológicamente, el término patético viene del griego pathos que significa emoción, sentimiento o, también, enfermedad. Asimismo, se les define a los patéticos como algo o alguien que conmueve o impresiona mucho. Quedémonos con esta acepción para desarrollar esta lectura.

Así, entonces, hemos cubierto bajo un manto de vergüenza ser patéticos. Algunos le llaman ser ridículos, otros prefieren denominarlo vagamente “hacer el oso”, y, entre tanto, se define como dar pena. Pero, este significante, no corresponde a quien lo siente, sino a quien lo percibe.

El afecto y el cariño están fundados en patetismo. Sin embargo, en algún momento de nuestra vida, resolvemos erróneamente ahorrarnos expresiones patéticas porque, supuestamente, nos hacen vulnerables. Y, es que, como humanos, hemos desarrollado un pánico idiota ante la vulnerabilidad, como si esto significara ser inferiores, insignificantes o inútiles. Así, hemos crecido con un montón de ideas que solamente nos filtran de ser quienes somos en realidad.

Por eso, siento mucha admiración y alegría por aquellos que pueden decir lo que sienten tal como lo sienten, siendo patéticos y sin reservas. A veces, pensamos por la cabeza ajena y buscamos cómo encajar en el pensamiento impropio, bajo una falsa premisa de empatía que lo que termina es por engañarnos y autosabotearnos.

Es común ver hombres, sobre todo, (mujeres también) de generaciones mayores que le rehúyen al afecto; no son capaces de ser patéticos; es como si tuvieran un bloqueo emocional que les prohíbe expresar bellamente sus emociones y sentimientos. Además, suelen ser más hirientes cuando los reciben, porque, en general, este cariño pone en jaque un sistema de valores preconcebido en el cual, se decía, las muestras de dulzura eran fútiles y sobrantes.

Confesión

Por años he sido una persona que aparenta frialdad. Si se me juzgara por mi forma de escribir e, incluso, chatear, tendría méritos para no llamarme Luis, sino Larsen, como el explorador polar, por la formalidad y baja calidez que demuestra mi tacto virtual. Pero, en persona, soy distinto.

Recientemente, me resolví a vivir una vida menos compleja, menos filtrada, quizás más patética, entonces, más auténtica. Me permití así expresar lo que siento, escribiendo formalmente, pero agregándole la creatividad que solo el patetismo me puede conferir.

No se necesita ser un genio para poder expresar los sentimientos. De hecho, el nivel de apertura que nos tenemos a nosotros, determinará el nivel de apertura que les damos a los demás. De allí, se edifica nuestro concepto de seguridad o, también, inseguridad.

Permitirnos escribirles a los demás cuántos los queremos, cómo los queremos, entregarles ese sentimiento que llevamos, creo, es la fórmula de renovación más expedita que tenemos, en lugar, de morar en las mismas ideas sobre los otros que rumiamos por tiempo a tiempo. Quien abre su corazón, también se da la licencia de sentir nuevas emociones y, sobre todo, de madurarlas, para no tener culpa por ser quien se es.

Recuerdo que, en el colegio, uno de solo hombres, se criticaba la ‘cursilería’. Las muestras de afecto estaban vetadas emocionalmente, no estaba bien visto hablar de los sentimientos y, tampoco, expresarlos. En la adolescencia, también fue más complejo cuando confesar emociones nuevas era como plasmar un acertijo.

Gabriel Rolón, en ‘El precio de la pasión’, lo dijo bien, con otras palabras: “La eternidad no implica que algo dure para siempre. La sensación de vivir en un presente pleno, de estar dónde, cómo y con quien queremos, eso es la eternidad”.

Y es que algo bueno tienen los momentos sentimentales o patéticos, tienen vida perenne, casi eterna, en la memoria; permiten que se revivan emociones otrora y darnos la siguiente conclusión: “He vivido”.

¿Se ha permitido usted vivir? ¿Ha dicho lo que ha querido decir o confesar, o temió a usted y a su escuchador? ¿Qué hace con todo eso que guarda? ¿Por qué mejor no lo dice? ¿Controla usted sus emociones o ellas lo hacen con usted?

Permítase responder eso; confiese amor, afecto, cariño, sea dulce. La vida es maravillosa cuando prescindimos de falsas durezas y, mejor, nos mostramos con la autenticidad. ¿Y del arrepentimiento?... ¿Quién se ha arrepentido de vivir y contarlo?

Digan como yo y sean felizmente patéticos. Qué importa lo que puedan decir; la sensación de libertad que se logra no tiene comparación. Tal cual, no lo sabrán los que siempre han pensado lo mismo y han sentido lo mismo.

Quizás es tiempo de menos logos y más pathos para ganar ethos.

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