Fuiste una mujer luchadora. Hasta el final de los días diste de qué hablar. Aún nuestras conversaciones se soslayan en la maravilla de tu existencia. Y es que sí, ha sido muy complicado verte partir. No fui siquiera capaz de ver tu cara una vez en el cajón. Sólo pude asomar un ojo para verte parte de ese bello rostro, ese que aún conservo en mi memoria como un vestigio de una hermosa amistad, la misma que me determinó para abandonar muchos aspectos que ataban mi vida.
Y es que resulta imposible recordarte sin al menos un recuerdo hermoso, en el que nos dejas hermosas sonrisas, esa que siempre prediscaste, con tu muy hermosa tranquilidad. Qué osada fuiste. Cuanta verdad en tantos gestos. Y tus hijos, qué bellos son. Aún los veo y no lo creo. Unos tremendos luchadores que siguen el camino y no se quedan como nosotros, unos tristes mortales que aún lamentamos que te hayas ido a un mejor lugar, lejos de tanta gente que te hizo sufrir, de esa madre que te abandonó. Pero, sabes, querida Sandra, nada me hace más feliz que saber que aterrizaste en nuestra familia, que disfrutaste cada una de mis ocurrencias y me brindarte el más cálido embrujo para tenerte siempre en mi corazón. Aún no creo lo que pasó. Lo sé. Entiendo que pasaste por el dolor más grande, pero aún no lo asimilo. Así, y todas las cosas, sólo quiero agradecerte por la magnificencia de tu vida y por haber adornado mi existencia con tantas sonrisas, de gratitud y jolgorio.
Debes saber que no olvido ese día que bailamos la hora loca, bajo tanto calor, en una noche con alto fogaje. Ese día me marcó y ha sido de lo mejor que me ha ocurrido en mi vida. Sonreías. Parecía que fuiste feliz. Y eso nos hizo a todos felices.
Gracias siempre. Feliz viaje. Te extraño cuando contestas el teléfono y en muchos momentos. Ya llegaremos nosotros.
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