Reconocer la necesidad
que tenemos de los amigos es un paso esencial para gozar la vida. Ellos, como
bien se ha dicho, son piedra angular en nuestro desarrollo social y emocional.
Sin su presencia, pues, la vida carecería de mucho sentido. Bien lo expresó
Baltasar Gracián hace varios siglos: “Cada uno muestra lo que es en los
amigos”.
Independientemente de
lo que pueda considerarse por circunstancia o no, creo que los amigos cumplen
una misión en la vida, según el momento en el que llegan, para mostrarnos
muchas facetas que podemos ignorar, sea por protección personal –vía mecanismo
de defensa– o por simple ignorancia supina. Por eso hay unos que son para
siempre y otros que duran un poco menos.
Cada quien sabe qué
tipo de refugio encuentra en los amigos, sobre todo, en momentos actuales
cuando la palabra ha perdido la fortaleza de su contexto, pues ya las amistades
se confunden sencillamente con los seguidores, como si el vínculo único de un afecto
pudiera replicarse con tener una tropilla a merced de todas las ocurrencias.
Nada más alejado para la definición real. Un buen amigo, como quien inspira
esta columna, debe ser experto en llevar la contraria.
Así, un buen círculo
de amigos es, también, una buena red de apoyo. En cierta medida, quienes
conocen el peso y calibre auténticos de ese vínculo sagrado, son ese primer
auxilio psicológico que emerge cuando se presentan dificultades en el camino.
Su obrar marca, sin importar sus conocimientos, el nivel de descanso que
encontremos en sus consejos. Son esos primeros terapeutas, si les podemos
llamar así, que alivian las angustias que asfixian a veces la razón.