lunes, 16 de mayo de 2022

Los leales

Reconocer la necesidad que tenemos de los amigos es un paso esencial para gozar la vida. Ellos, como bien se ha dicho, son piedra angular en nuestro desarrollo social y emocional. Sin su presencia, pues, la vida carecería de mucho sentido. Bien lo expresó Baltasar Gracián hace varios siglos: “Cada uno muestra lo que es en los amigos”.

Independientemente de lo que pueda considerarse por circunstancia o no, creo que los amigos cumplen una misión en la vida, según el momento en el que llegan, para mostrarnos muchas facetas que podemos ignorar, sea por protección personal –vía mecanismo de defensa– o por simple ignorancia supina. Por eso hay unos que son para siempre y otros que duran un poco menos. 


Cada quien sabe qué tipo de refugio encuentra en los amigos, sobre todo, en momentos actuales cuando la palabra ha perdido la fortaleza de su contexto, pues ya las amistades se confunden sencillamente con los seguidores, como si el vínculo único de un afecto pudiera replicarse con tener una tropilla a merced de todas las ocurrencias. Nada más alejado para la definición real. Un buen amigo, como quien inspira esta columna, debe ser experto en llevar la contraria.

Así, un buen círculo de amigos es, también, una buena red de apoyo. En cierta medida, quienes conocen el peso y calibre auténticos de ese vínculo sagrado, son ese primer auxilio psicológico que emerge cuando se presentan dificultades en el camino. Su obrar marca, sin importar sus conocimientos, el nivel de descanso que encontremos en sus consejos. Son esos primeros terapeutas, si les podemos llamar así, que alivian las angustias que asfixian a veces la razón.

Recientemente, he entendido que conforme pasan los años se pierden amigos, pero las amistades existentes se tornan mejores. Estamos en una época en la que hacer amigos nunca había sido tan fácil, pero, mantenerlas, jamás había sido tan complejo, puesto que hay un sinnúmero de alternativas para construirlas, pero, también, tentadoras opciones para dejarlas morir al paso lento del tiempo. De allí que la amistad tenga una bandera, una insignia que la hace única: la lealtad.

Dentro de este tipo de fidelidad existe una mutua correspondencia. Sin embargo, esta no tiene por qué ser cómplice. A veces los contactos humanos no requieren tanto de reciprocidad, sino de retribución, es decir, no dar de lo mismo, sino de lo que se necesita o merece y un verdadero compañero, como quien inspira esa columna, sabe bien de eso.

Optar por jugárselas por la amistad es una decisión sabia, pero no asumida como si el relacionamiento interpersonal fuera un tráfico de favores, beneficios o influencias; no como un culto o una reverencia, sino un atrevimiento a luchar por las amistades: a amarlas, honrarlas y sostenerlas. Bien se sabe que son veedoras y notarias de nuestro día a día.

Para cada ocasión –dicen– hay un amigo o un mejor amigo. Están aquellos compinches de la fiesta, están los acompañantes para salir a compartir un café o, también, quien ayuda a sobrellevar el mal día, como quien escucha, regaña y aconseja; como quien se ofusca y quien luego perdona. Creo yo que quien hace todo lo anterior y mucho más es auténticamente un amigo; uno de los leales.

Todos queremos un amigo amoroso y compasivo, pero todos, primero, debemos ser uno. 

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