Por ocasiones siento que la pandemia no me ha pasado factura, aunque me ha hecho cobros diferidos y de contado que me logran mover todas mis estructuras personales. Debo, también, confesar que soy un individuo dependiente del cariño y del tacto, por ende, la falta de saludar o despedir de mano y abrazar ha sido de los mayores atropellos que ejecuta la pandemia. Iluso sería decir que no espero que me devuelva un poco de lo que me ha quitado o de lo que me ha privado.
Los abrazos tienen
algo muy especial. Nunca dos corazones que se quieren están tan cerca, como
cuando se abrazan. Los divide la piel y la carne, pero se oyen; se escuchan, están en sintonía. Quizás
sus latidos se acompasen al estar frente a frente, de pronto combinan las
fuerzas de sus afectos y se funden en esa sensación que arropa y que, a la vez,
libera.
Creo firmemente que abrazar tiene un poder curativo. Primero, porque quienes están dispuestos a abrazar logran cubrir las necesidades afectivas del otro protegiendo con sus brazos y su cuerpo, mientras que los abrazados encontramos el más profundo refugio allí. Es la intimidad de la confianza, eso que nos hace mover nuestros intereses por vivir en comunidad, por querer y por amar.
A veces dejamos los abrazos para fechas especiales o para las penurias, cuando debemos buscarlos como un ruego para la tregua emocional. Por tal, considero que la pandemia nos persuade para abrazar más, al encuentro, a la despedida, en el momento alegre y en el melancólico. Es una oportunidad.
El abrazo es base para
la construcción del afecto confiado, del que descarga la fuerza. Pocas
sensaciones hay que tanta comprensión que llorar en medio de un abrazo; es
llevar sobre el hombro de la otra persona la presión liberada hecha llanto
confiada en que sobre una base mayor se desintegran los malestares al descargarse
en tierra; es sentir que se nos busca un analgésico a tal dolor con una mano
que viaja por la espalda y busca dar ese apoyo.
También están los
abrazos que soban la cabeza –mis preferidos– y hacen sentir que todo está bien,
que se inundan de ese cariño que tiene un poder inmenso de curación. Sentimos
el abrazo de la madre y el padre en nosotros y siempre encontramos ese refugio
que es pausa y que es oasis.
Hay abrazos fuertes y
envidiables, como el que congratula por el logro, el que se escucha con fuerza
por las palmas en la espalda, el que se reúne tras tiempos de búsqueda. Hay
abrazos de abrazos.
Evidentemente, espero
que el bicho y su virus pasen rápido, que nos volvamos abrazar con más fuerza,
aunque, como todo lo que perdimos y habíamos dado por sentado, sabemos que no
cuesta nada, pero tiene el valor más inmenso de todos y allí están tus abrazos,
mis abrazos, nuestros abrazos; del oso, de euforia, por un gol, por un dolor,
por un despecho o por un reencuentro; el que libera yucas torácicas y lumbares, el que calma el alma, el que no queremos que se acabe, el que dura muy poco y el que es para siempre.
El abrazo es palpar el
cariño que sentimos y dibujárselo con fuerza a la otra persona.
Abracemos mucho.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario