Por ocasiones siento
que la pandemia no me ha pasado factura, aunque me ha hecho cobros diferidos y
de contado que me logran mover todas mis estructuras personales. Debo, también,
confesar que soy un individuo dependiente del cariño y del tacto, por ende, la
falta de saludar o despedir de mano y abrazar ha sido de los mayores atropellos
que ejecuta la pandemia. Iluso sería decir que no espero que me devuelva un poco de lo que me ha quitado o de lo que me ha privado.
Los abrazos tienen
algo muy especial. Nunca dos corazones que se quieren están tan cerca, como
cuando se abrazan. Los divide la piel y la carne, pero se oyen; se escuchan, están en sintonía. Quizás
sus latidos se acompasen al estar frente a frente, de pronto combinan las
fuerzas de sus afectos y se funden en esa sensación que arropa y que, a la vez,
libera.
Creo firmemente que
abrazar tiene un poder curativo. Primero, porque quienes están dispuestos a
abrazar logran cubrir las necesidades afectivas del otro protegiendo con sus brazos
y su cuerpo, mientras que los abrazados encontramos el más profundo refugio
allí. Es la intimidad de la confianza, eso que nos hace mover nuestros
intereses por vivir en comunidad, por querer y por amar.
A veces dejamos los
abrazos para fechas especiales o para las penurias, cuando debemos buscarlos
como un ruego para la tregua emocional. Por tal, considero que la pandemia nos
persuade para abrazar más, al encuentro, a la despedida, en el momento alegre y
en el melancólico. Es una oportunidad.