Uno de los inventos más grandes y miserables de la sociedad premoderna fue la cadena. Este artilugio se encargaba de dar una seguidilla de eslabones que permitían asegurar y capturar con fuerza algo o alguien. Su intención no era otra. El portador era quien decidía para qué quería esas custodias.
Los vínculos de la cadena siempre son sólidos. La mano del hombre generalmente debe ser incapaz de romper las soldaduras y los pliegues del metal. Si por justa o injusta razón éstas ceden, las cadena es inservible. La fracción no cumplirá su meta. Una vez dañado, no hay forma amable de recomponer la cadena, con la excepción de una herramienta; una extensión manual.
La cadena solamente cede cuando alguno de sus dos extremos sufre de presión superior y topa sobre el nivel de fuerza de la secuencia metálica. Lo mismo ocurre con los intereses humanos: cuando alguien pinta mejores oportunidades, lo más común es abandonar lo forjado para de nuevo hacer un camino. Por ello a veces tarda tanto el pensamiento en reflejar la máxima popular: "es mejor malo conocido, que bueno por conocer". El trabajo no se puede perder en comprensación por falsas ilusiones.
Una vez se rompe la cadena, es mejor dejarla rota y no pretender reconstruir algo que por alguna u otra razón cedió y cuyos más íntimos cimientos no lograron soportar. No hay que forzar más la cadena; terminará por ceder.
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