En realidad, no es otra necesidad que un complejo de querer mostrar algo que no se puede tener definitivamente. Por ello, muchos aplican a la vieja ley -podría ser nueva para quienes no son mis contemporáneos- de fotografíar sus comidas, dejar impronta de un carro que sirve para lo mismo que el resto de vehículos, de licores que ni siquiera saben tomar, pero que justamente pretenden dar ese donaire de paz y ligereza proporcionado por el tener, aunque infiera grandes nociones de ignorancia.
Pero presumir tiene sus bases y nadie puede negar haberlo hecho. Hay personajes que viven de ello porque es la única forma que encuentran de que sus voces sean propiamente escuchadas -no significa que se tengan en cuenta o posean trascendencia alguna- y por ellos todos los días se ven en la implícita y ya veterana necesidad y necedad de contar lo que la vida les ha dado por prestado, presumiendo ellos que les acompañará por siempre.
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La mejor forma de miseria está en aceptarla. Prosaicos somos todos en negar cualquier vínculo con la altivez y los excesos, permitiéndonos dar golpes en el pecho bajo básicos arguementos que se solidifican en carcelarios pensamientos de grandeza, únicamente vividos por la fantasía autónoma del aplicante.
¿Pero qué se obtiene en usufructo del acto aquel de presumirle a un semejante algo que no se controla? ¿La fruición es la misma que se consigue cuando finalmente se vence la constancia y se recoge la siembra?
Probablemente la respuesta sea una loable oposición, radicalizada en negar y denegar, pintar y manifestar falsos imaginarios de humildad de algo que un contemporáneo no puede tener por cualquier circunstancia manifiesta. Y se es muy precoz al pensar que ostentando las propias aventuras y los propios bienes se logra algo, más allá de una intimidante palabrería y lambisquería que terminará en falsos ídolos y afectos. Y eso es todo.
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