viernes, 29 de mayo de 2020

Soy bipolar

“El clima de Manizales es muy bipolar”; dicen básicamente aquellos que confunden la lluvia y el sol. Claro, el estado del tiempo puede tener dos polos; pero no son esos… Bipolar fuera el estado del tiempo si pasáramos en un intervalo corto de tiempo de un calor abrasador a una gélida condición, incluso con tormenta de hielo a bordo.
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Pero, no es justo regresar a entrar en disputa por quién tiene el concepto más claro, ni quien lo vive más. Lo bipolar se acuña al Trastorno Afectivo Bipolar (que antes se denominaba “depresión maníaca” –me gusta más ese nombre–) como “una enfermedad mental que causa cambios extremos en el estado de ánimo que comprenden altos emocionales (manía o hipomanía) y bajos emocionales (depresión)”, según la Clínica Mayo, en Minnesota (EE.UU.)

El imaginario, creo, considera que eso puede suceder en cuestión de minutos y que, en general, sucede con extrema rapidez. Ahora bien: Los episodios de manía o depresión pueden durar semanas, agotando o engañando al cerebro.

No hago este escrito como un experto, sino como un paciente. No me avergüenza decirlo, aunque sí temo que algunas personas que estimo me malentiendan la patología “por inestable”, pues, para las personas que sufrimos de la mente lo que más nos duele es el rechazo y los comentarios y acciones incomprensivas.

domingo, 17 de mayo de 2020

Equivocadamente convencidos


Confieso que cuando comencé a escribir esta entrada, el procesador de texto tuvo un inexplicable infarto y borró todo lo que ya había escrito. Así que trataré de honrar la memoria de la inspiración y recalcar el punto.

Nunca corremos tanto riesgo de estar equivocados como cuando tenemos certeza plena –y hasta ciega- de conocer lo correcto. Bajo la testarudez de haber aprendido, reconocemos que no nos va fácil en desaprender. A veces hasta nos parece una bajeza tener que desprendernos de aquello que nos acompañó toda la vida y ya no lo puede hacer por invalidez.

En ocasiones, desarrollamos una entretela por la duda causada por la conciencia y la fría certeza venida por la razón (o el ego). Asumimos que las cosas son así porque así las entendemos. Es decir, nuestro mundo interior se reduce para poderse hacer digestión cada que se quiere y después decimos que hay cosas que no salen de nuestra cabeza.

Un ejemplo claro de nuestros días pueden ser los padres de familia de un hijo homosexual. Por años, los padres quieren que el hijo les dé nietos, mientras que el hijo quiere ser quien es. Cuando llega el momento del hijo de aclarar quién es, entonces, los padres pueden:

sábado, 16 de mayo de 2020

Esperar


¿Qué esperar después de haber esperado?

A veces el mundo nos interpela bajándonos la velocidad, pero no el ímpetu, consecuentemente. Por años he notado que la preferencia común es a la ‘no espera’, a actuar con cuanta prontitud y presteza sea posible para conminar nuestras acciones a un logro siguiente.

Pero la vida nos ata.

Las nubes, tan lejanas y calladas, nos hacen esperar horas en aeropuertos, porque dentro de sus estructuras meteorológicas hay salvajes vientos forzando la creación de tormentas y turbulencias que le quitarían seguridad a lo nuestro: al vuelo.

Ahora la vida nos fuerza a una espera mayúscula, diferente a las demás, porque esta se nutre en la incertidumbre. No sabemos cuánto tenemos que esperar; lo que es distinto a sobrellevar minutos u horas a la espera por un transportista hábil que nos lleve de un punto ‘a’ a un punto ‘b’, o adonde queramos. Y esa incertidumbre nos prueba qué tan ingeniosos podemos ser con la expectativa y cómo se puede aprovechar ese tiempo para que no sea lapso muerto.

No obstante, la peor de las esperas es aguardar a que algo suceda. La modorra, el tedio, la indiferencia o, hasta la rabia, pueden brotar de cualquier lugar para generarnos actividad. No estamos programados para esperar, pues, si alguien no va a nuestro ritmo, desestimaremos su cadencia y lo enviaremos a otro lugar. No va con nosotros. No va.

miércoles, 13 de mayo de 2020

La disforia


Nos han vendido la idea de que tenemos que vivir llenos de emociones, sobre todo, las que llaman ‘buenas’. No obstante, no valoramos cuando no están tampoco las ‘malas’. No hay emociones positivas, ni negativas; me rehúso a ver el mundo a blanco y negro, porque es de pusilánimes creer que solo lo bueno es lo que vale y lo malo; lo que pesa.


Cuando no hay emociones invade una sensación de paz que hasta resulta extraña e inentendible por nuestra gloriada afición al cortisol, el estrés, la adrenalina y la ansiedad. Por eso, es curioso que cuando nos sucede esto, a veces, no sabemos qué pensar, ni qué interpretar, por lo que comenzamos a cavilar para encontrarle lógica a lo que, simplemente, no lo tiene.

¿Por qué todo debe tener lógica? Es, hasta curioso, encontrarse con personas que suelen apoltronarse a decir “eso no tiene lógica”, como si el estricto orden de la lógica tuviera una condicionalidad de funcionamiento en cada efecto de la vida.

La disforia es, quizás, lo contrario a la euforia, una sensación codiciada por tantos que hacen hasta lo inocuo para llegar allí; se drogan, se emborrachan, se alienan… Se podría cambiar por la alegría, pero quién soy yo para decir con qué proporción se deben vivir las emociones, más aun, las que nos copan la conciencia. La disforia cae con el coco que subió con la más eufórica palmera.

Puede representarse, algo así, como la serenidad del mar al amanecer. Todos los vemos y sentimos paz… Es más, la tristeza también es una sensación cómoda y tranquila. Pero, pareciera, que prefiriéramos un mar picado, con olas desordenadas, en diferentes cadencias, generando ruido y espantando la paz. 

Pero, habrá quienes digan que la disforia es casi la tristeza, un hueco que forma una depresión tan inexpresable; pero no es así. Estamos hablando de las cosas que se yerguen hacia lo alto, no que se clavan hasta lo bajo. Por eso, no podemos ser pusilánimes; sí disfóricos. Se parece a la paz, tal vez lo sea.  


miércoles, 6 de mayo de 2020

Aprender del riesgo


¿Por qué obramos a riesgo? Que lo digan los inversionistas que calculan lo que pueden perder. Pero lo saben. En la vida ordinaria, la del esplín y los soles caniculares no existe respuesta a la incógnita que ampara la vida: ¿qué pierdo si lo hago?, en un versus de ¿qué gano si lo hago?

Acometerse en empresas sin estar seguros de su salida es mi preferencia, tal vez. Pero, no importa. Qué tedio siempre saber el camino por donde transitará la vida, por lo que una dosis de incertidumbre –quién creyera- puede equiparse siempre para disolver las angustias cotidianas al imprimirles un poco de emoción. Está el riesgo y si se pierde, pues se pierde. ¿Y qué se pierde que no se pueda reponer?

Esa es nuestra vil y grandilocuente diferencia con los inversionistas que habitan en meticulosos cálculos hechos sin piedad para que la pérdida solo quede en una idea. Si lo que yo doy lo pierdo, no es un mal gasto, mientras lo pueda seguir dando. Es como una ley eterna de la vida; un manantial y qué cursi suena. Quizás eso abra luz a mi incomprendida forma de ver la vida… 

A veces me topo no con personas, sino con desiertos consumidos por aire caliente, donde ni siquiera se asoman las nubes para no perder el tiempo ni su propio vapor.