Nos han vendido la idea de que tenemos que vivir llenos de
emociones, sobre todo, las que llaman ‘buenas’. No obstante, no valoramos
cuando no están tampoco las ‘malas’. No hay emociones positivas, ni negativas;
me rehúso a ver el mundo a blanco y negro, porque es de pusilánimes creer que
solo lo bueno es lo que vale y lo malo; lo que pesa.
Cuando no hay emociones invade una sensación de paz que
hasta resulta extraña e inentendible por nuestra gloriada afición al cortisol,
el estrés, la adrenalina y la ansiedad. Por eso, es curioso que cuando nos
sucede esto, a veces, no sabemos qué pensar, ni qué interpretar, por lo que
comenzamos a cavilar para encontrarle lógica a lo que, simplemente, no lo
tiene.
¿Por qué todo debe tener lógica? Es, hasta curioso,
encontrarse con personas que suelen apoltronarse a decir “eso no tiene lógica”,
como si el estricto orden de la lógica tuviera una condicionalidad de funcionamiento
en cada efecto de la vida.
La disforia es, quizás, lo contrario a la euforia, una sensación
codiciada por tantos que hacen hasta lo inocuo para llegar allí; se drogan, se
emborrachan, se alienan… Se podría cambiar por la alegría, pero quién soy yo
para decir con qué proporción se deben vivir las emociones, más aun, las que
nos copan la conciencia. La disforia cae con el coco que subió con la más
eufórica palmera.
Puede representarse, algo así, como la serenidad del mar al
amanecer. Todos los vemos y sentimos paz… Es más, la tristeza también es una
sensación cómoda y tranquila. Pero, pareciera, que prefiriéramos un mar picado,
con olas desordenadas, en diferentes cadencias, generando ruido y espantando la
paz.
Pero, habrá quienes digan que la disforia es casi la tristeza, un hueco
que forma una depresión tan inexpresable; pero no es así. Estamos hablando de
las cosas que se yerguen hacia lo alto, no que se clavan hasta lo bajo. Por
eso, no podemos ser pusilánimes; sí disfóricos. Se parece a la paz, tal vez lo
sea.
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