¿Qué esperar después de haber esperado?
A veces el mundo nos interpela bajándonos la velocidad, pero no el ímpetu, consecuentemente. Por años he notado que la preferencia común es a la ‘no espera’, a actuar con cuanta prontitud y presteza sea posible para conminar nuestras acciones a un logro siguiente.
A veces el mundo nos interpela bajándonos la velocidad, pero no el ímpetu, consecuentemente. Por años he notado que la preferencia común es a la ‘no espera’, a actuar con cuanta prontitud y presteza sea posible para conminar nuestras acciones a un logro siguiente.
Pero la vida nos ata.
Las nubes, tan lejanas y calladas, nos hacen esperar horas
en aeropuertos, porque dentro de sus estructuras meteorológicas hay salvajes
vientos forzando la creación de tormentas y turbulencias que le quitarían
seguridad a lo nuestro: al vuelo.
Ahora la vida nos fuerza a una espera mayúscula, diferente a
las demás, porque esta se nutre en la incertidumbre. No sabemos cuánto tenemos
que esperar; lo que es distinto a sobrellevar minutos u horas a la espera por
un transportista hábil que nos lleve de un punto ‘a’ a un punto ‘b’, o adonde queramos.
Y esa incertidumbre nos prueba qué tan ingeniosos podemos ser con la expectativa
y cómo se puede aprovechar ese tiempo para que no sea lapso muerto.
No obstante, la peor de las esperas es aguardar a que algo
suceda. La modorra, el tedio, la indiferencia o, hasta la rabia, pueden brotar
de cualquier lugar para generarnos actividad. No estamos programados para
esperar, pues, si alguien no va a nuestro ritmo, desestimaremos su cadencia y
lo enviaremos a otro lugar. No va con nosotros. No va.