Cuando era niño, en los angustiantes años colegiales, un
problema siempre fue entender la locución en
vano.
Jurar en vano. Tremendo lío tener que jurar a la bandera y
al Pabellón Nacional algo que recitaba mecánicamente, pero que no entendía
siquiera. Por ello, jamás juro, y menos a la bandera. Apartadamente la saludo.
Vano después tendría más cabida conforme avancé en el
conocimiento de las acepciones y sus aplicaciones dentro del simple contexto
ordinario de la vida. Acciones en vano y palabras en vano. Pareciera que el
término fuera un caparazón para cubrir lo infructuoso, infectivo y débil de la
humanidad.
Seguramente el lazo de causalidad que hay entre el obrar y
tener la cabeza vana por el exceso de trabajo -y no precisamente el productivo- es el que mantiene latente los intentos por hacer, pero, también, el que sostiene los fracasos de logros.
Un esfuerzo en vano es todavía más complejo de lidiar. Una
de mis frases de cabecera para describir ese sentimiento es “tanto nadar para
morir en la orilla”, y quienes me conocen saben que suelo usarla con severidad.
Existen posibilidades de fe de erratas, de voluntades nobles. No obstante lo
anterior, todo esfuerzo en vano es un desengaño existencial cuya reparación
solo viene acompañada de la chispa del entendimiento posterior.
Sin embargo, nunca un intento debe ser retenido por el solo
hecho de que puede irse a un saco roto. En la vida sobran los remordimientos y
los arrepentimientos, pero siempre será mejor arrepentirse por haber hecho que
por no haberlo siquiera intentado.
Debe ser una fórmula para crecer con templanza
No hay comentarios.:
Publicar un comentario