Debo confesar que la noche de ayer lunes tenía muchos
motivos. Pensé en pausar mi sueño nocturno para redactar esta entrada. Sabía
que si lo hacía así, perdería toda la noche; terminaría desvelado por todos los
pensamientos intrusivos que, como cascada del más borrascoso río, llegaban a mi
mente, atormentándome por una sola cosa: cometer un error y herir al inocente.
Cuando se lleva una errata entre pecho y espalda no se
es persona.
Hace poco veía en televisión una entrevista a Yidis
Medina, una señora que como un ‘mágico’ de la época del narcotráfico, llegó de
barrer cafeterías en Barrancabermeja (Santander) a decidir el curso de la Carta
Magna de Colombia. Ella votó, prevenida de pensamientos y ambiciones, la
reelección presidencial que le dio el segundo término ejecutivo a otro
utilitarista político. Ella no sabía lo que hacía; solo pensaba en lo que
soñaba, en la mentira que se creyó, en el engaño que compró, sin pensar en que
el daño ya estaba hecho.
Y ése es precisamente el precio de los errores. Los
yerros, como me enseñaron en el colegio a llamar a los más vergonzantes y
difíciles de superar de su índole, no se desprenden hasta acabar con todo,
hasta lograr que la culpa consuma por doquier lo que ve; lo bueno, lo malo y lo
loable. A que las buenas acciones del pasado sean un episodio más para validar
aquella frase del reverendo Martin Luther King Jr. en la que advertía: “Nada se
olvida más despacio que una ofensa; y nada más rápido que un favor”. Y sí.
Pero, el error, en medio de la destrucción que causa,
cuando se aplica sobre otra persona es peor. La errata individual tiene sus
propios índices de tolerancia, tal vez para recordar aquellas equivocaciones
sonsas e inocentes de una prueba académica, en la que, por falta de
concentración, fallábamos para responder la pregunta más fácil sobre el papel.
Sin embargo, cuando es ajeno su efecto, la situación es perversa, de desespero,
preocupación y súbita desgracia. Todo se torna negro, insoluto, sin pago, pero
con deudas. Es así, porque nadie da con la sencilla fórmula para entrar en la
mente ajena, convencerla de conseguir perdón, de abandonar el natural y obvio
rencor que obedece a la ofensa y tratar de devolver el tiempo a cuando las
cosas iban “bien”,tal como lo enseñaron los computadores, que ofrecían la
opción de devolver el sistema —cuando estaba dañado— a un punto temporal en el
que funcionaba como debía hacerlo y de ahí rescatar todas las operaciones.
Pero, después de cometer el error en cabeza ajena, la
mente pierde toda inspiración para pedir perdón, rogar disculpas, renunciando a
toda muestra de animal interior, porque el desliz siempre es una mala
representación de la intención.
Muchas canciones hablan del perdón, apartándose de la
verdad del error, esa que siempre hay que explicar, aunque las versiones sean
innecesarias y solo sean útiles para quedar en paz con el propio interior.
No obstante, del error sí quedan valiosas lecciones
que, si se interiorizan cabalmente, pueden evitar la comisión de las mismas
faltas en un futuro por venir. También para valorar con toda tinta y a
rajatabla la compañía ajena, su apoyo, su lealtad y su templanza para soportar
en silencio las ofensas que algún otro patán hace. Es válido aclarar que los
errores, como las ofensas, duelen según quien las cometa y las consiga.
La imagen mental que tengo de esas situaciones es
darse un sólido golpe, que no causa daño físico en contra de una pared, con ojos
cerrados, reflejando la fuerza del arrepentimiento, comunión de sangre y
músculos, de rabia y valor. Ese gesto es reconocimiento; de saber, como lo
dicen mis congéneres, que “la hemos cagado”, sin entender aún la trascendencia
y los efectos del traspié.
En terrible nota personal debo advertir que cuando
cometo una falta no suelo sacar excusas. No hay justificación a lo hecho cuando
ha ido en perjuicio de alguien más, sin depender que éste lleve estima, afecto
u odio. Pero llega el punto de quiebre (cada uno tiene diferente y eso depende
de la conciencia individual) en el que el peso puede con cualquier levedad.
Y, justamente, cuando llego al final de este texto recuerdo
por qué alcancé este punto, y fue porque volví a mis principios básicos y,
aunque comerciales, se cimentan en aquellas canciones de Michael J. Jackson que
me han marcado a través del tiempo. No significa que no haya bailado como un
zombi Thriller, ni haya dicho
repetitivamente Just beat it, beat it,
beat it… Solo que hay canciones que sí han puesto la marca personal, como
con Ben, letra con la que comencé a
aprender inglés y cuyo contexto sobre la amistad entendí muchos años después. In
the closet, Another Part of Me, Leave Me Alone (que me formó como periodista), Smile (la de Charlotte, ese Chaplin), Keep the faith, You Are Not Alone, I’ll Be
There, Human Nature y la gran única,
y pase de paz interior Man in the Mirror.
Pero ninguna de estas llegó a mí cuando buscaba
desesperadamente canciones que aterrizaran la cabeza a la crudeza de la verdad.
En medio del aparato aleatorio de la reproducción musical de mi dispositivo
móvil de nube, encontré Will You Be
There. Sí. Muchos le escucharon en la película Free Willy y por eso a veces puede parecer familiar. Esta canción
tiene inspiración en "Los cisnes de balaka”, composición en la India que,
realmente, tiene un poder transformador en quien la siente sin prejuicios. Will You Be There vio la luz comercial,
cuando yo vi por primera vez, según mis padres y documentos de notaría, la luz
del mundo, por allá en 1993 d.C.
Pensaba
poner, también, la canción del gran Elton John, Sorry Seems to Be The Hardest Word, pero debo guardarla para un
próximo desahogo y, quizás, para el próximo error.
Eso es
lo que pasa cuando se es procaz, cuando precoz.
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