miércoles, 13 de mayo de 2020

La disforia


Nos han vendido la idea de que tenemos que vivir llenos de emociones, sobre todo, las que llaman ‘buenas’. No obstante, no valoramos cuando no están tampoco las ‘malas’. No hay emociones positivas, ni negativas; me rehúso a ver el mundo a blanco y negro, porque es de pusilánimes creer que solo lo bueno es lo que vale y lo malo; lo que pesa.


Cuando no hay emociones invade una sensación de paz que hasta resulta extraña e inentendible por nuestra gloriada afición al cortisol, el estrés, la adrenalina y la ansiedad. Por eso, es curioso que cuando nos sucede esto, a veces, no sabemos qué pensar, ni qué interpretar, por lo que comenzamos a cavilar para encontrarle lógica a lo que, simplemente, no lo tiene.

¿Por qué todo debe tener lógica? Es, hasta curioso, encontrarse con personas que suelen apoltronarse a decir “eso no tiene lógica”, como si el estricto orden de la lógica tuviera una condicionalidad de funcionamiento en cada efecto de la vida.

La disforia es, quizás, lo contrario a la euforia, una sensación codiciada por tantos que hacen hasta lo inocuo para llegar allí; se drogan, se emborrachan, se alienan… Se podría cambiar por la alegría, pero quién soy yo para decir con qué proporción se deben vivir las emociones, más aun, las que nos copan la conciencia. La disforia cae con el coco que subió con la más eufórica palmera.

Puede representarse, algo así, como la serenidad del mar al amanecer. Todos los vemos y sentimos paz… Es más, la tristeza también es una sensación cómoda y tranquila. Pero, pareciera, que prefiriéramos un mar picado, con olas desordenadas, en diferentes cadencias, generando ruido y espantando la paz. 

Pero, habrá quienes digan que la disforia es casi la tristeza, un hueco que forma una depresión tan inexpresable; pero no es así. Estamos hablando de las cosas que se yerguen hacia lo alto, no que se clavan hasta lo bajo. Por eso, no podemos ser pusilánimes; sí disfóricos. Se parece a la paz, tal vez lo sea.  


miércoles, 6 de mayo de 2020

Aprender del riesgo


¿Por qué obramos a riesgo? Que lo digan los inversionistas que calculan lo que pueden perder. Pero lo saben. En la vida ordinaria, la del esplín y los soles caniculares no existe respuesta a la incógnita que ampara la vida: ¿qué pierdo si lo hago?, en un versus de ¿qué gano si lo hago?

Acometerse en empresas sin estar seguros de su salida es mi preferencia, tal vez. Pero, no importa. Qué tedio siempre saber el camino por donde transitará la vida, por lo que una dosis de incertidumbre –quién creyera- puede equiparse siempre para disolver las angustias cotidianas al imprimirles un poco de emoción. Está el riesgo y si se pierde, pues se pierde. ¿Y qué se pierde que no se pueda reponer?

Esa es nuestra vil y grandilocuente diferencia con los inversionistas que habitan en meticulosos cálculos hechos sin piedad para que la pérdida solo quede en una idea. Si lo que yo doy lo pierdo, no es un mal gasto, mientras lo pueda seguir dando. Es como una ley eterna de la vida; un manantial y qué cursi suena. Quizás eso abra luz a mi incomprendida forma de ver la vida… 

A veces me topo no con personas, sino con desiertos consumidos por aire caliente, donde ni siquiera se asoman las nubes para no perder el tiempo ni su propio vapor.

domingo, 3 de septiembre de 2017

El norte sin norte

Toda la vida nos han dicho que el norte es la dirección por excelencia. Todos debemos tener un norte, o al menos, buscarlo.
No obstante, parece que el norte es de todas las direcciones, la más compleja como guía. Las brújulas apuntan en línea recta, pero, ¿qué hacer cuando el norte no es la solución?
A veces me pregunto por qué la edad nos hace tan temerosos de la vida, pero tan desesperados porque todo suceda, pretendiendo dejar si ocupación el mañana, ese norte.
Y quizás eso sucede a diario. Se empeña cualquiera en proyectos difíciles, que son una lucha sin cuartel. En ocasiones nos enamoramos de corazas ajenas que lo único que logran son frustraciones.
Dicen que la ayuda solo se otorga cuando se pide, pero estamos los nefelibatas que gustamos por ayudar como esencia, aunque nos enteramos al final que vamos al sur con nuestras buenas intenciones. Por eso, siempre seré fanático de tirar la toalla. Es la forma más prudente de aceptar el fracaso, porque bien se dijo hace un par de siglos... El arte de vencer se aprende en las derrotas. Y no es más. Se recoge la toalla y se busca otro norte, porque hay varios.

jueves, 13 de abril de 2017

La cosificación del hombre y la codicia

Al hablar con un casi extraño sobre este tema lo primero que se evidencia es que es un evento que sucede con todos. Sin embargo, ahora sucede con mayor frecuencia, en cualquier clase de círculo, sin que su presencia se ocupe de llenar una casilla calificativa.

La atracción del hombre por reducirse es atractiva desde lo curioso y lo simple, pero no deja de ser angustiante por las nuevas formas de sumisión de la codicia, aquella que motiva en muchos casos y en otros momentos puede significar un silente enemigo con enmiendas letales.
Todas las conclusiones de este escrito –si es que lo son- hacen parte de la aguda reyerta del contacto permanente con las trivialidades de los demás, quienes en su mayoría se sienten en necesidad de tener que contar algo, por nimio, irrelevante o falso que sea. Hay que ser claros, cuando se publica algo la intención nata es contarlo, que se sepa, que se conceptualice y al final, como todo, se genere un juicio que quizás le importa a… ¿nadie?
Y eso ha sucedido con la cosificación de los hombres. Son generaciones vanguardistas las que buscan contar fragmentadas historias cuyos momentos de crudeza y dolor nunca parece, precisamente aquellos episodios enriquecedores. Y en realidad, dentro de ese mar de dudas nace la desconfianza hacia aquellos que se sienten representados por cosas que desean tener, hacer y magnificar con colores ángulos y filtros.
Cualquiera se podría ir al caso… Ahora pocos publican sus talentos y sus logros en sus irrelevantes y obsolescentes historias. Lo que es común ver es un ciclo eterno de sujetos mostrando que comen –como todos-, que corren –como todos-, que viajan –como todos-, que pueden amar –como todos-, pero nunca que sufren –como todos-.
Por eso lo pusilánime de todas estas cosificaciones, de aperturas vacías a vidas irrealizables, pues simplemente hay empeños vacíos como estos de querer vidas episódicas. Quizás, a raíz de todo ello, resulta difícil creer en estas historias existenciales que no llevan hilos conductores, sino que parecen narradas por flashes o momentos reveladores.
Pero, en realidad, ¿a qué va esto? Para soslayar aquellas dichas con las verdaderas necesidades… ¿Qué hacen falta más cenas fastuosas, reconocimientos de falsos méritos en caminadoras, de salir más allá de las esquinas más próximas, para conocer y tener algo que realmente contar, de saber que como se quiso, también se puede odiar o recordar?
Así que no queda más que desconfiar de aquellas historias perfectas, que aunque no dicen nada, pretenden sustentar vidas perfectas en infiernos perfectos. Por ello, siempre tendrá mayor valor de verosimilitud apreciar el silencio de un atormentado, que los falsos ascensos del cosificado. Pero, lo más inentendible, y hasta inenarrable, es que hay quienes quieren todo eso, lo envidan, lo desean, lo buscan, lo viven, y después solo quieren morir. Mucho más fácil es vivir de verdad y ciertamente, ya otros han vendido y comprado todo aquello que quieren ahora ofrecer.