martes, 18 de noviembre de 2014

Saber huir

Trataré de ser breve: estoy algo somnoliento, la lluvia me arrulla y la inspiración no creo que tenga el kilometraje para otra entrada llena de sentimiento cursi y despreciado.
Así que me iré por una intentona de explicación de algo que apenas entiendo. 


Dicen por ahí que cuando una puerta se cierra, mil se abren. Aunque la exageración de este dicho es algo grosera, sí tiene tintes de certeza. No porque realmente lleguen nuevas oportunidades a la vida, sino porque finalmente salimos del trance deplorable de priorizar casos sobre otros que aún no han gozado del derecho del reconocimiento.

Eso sí, lamentable sí es, pues, que abrir las nuevas puertas exija perder la esencia. No es posible que sea perentorio un cambio de filosofía para poder aprovechar las oportunidades nuevas. ¿Entonces qué sentido tiene habitar con el pensamiento ajeno? Y es que uno de los grandes problemas de esta edad es creer que a la otra persona hay que ordeñarla (no sean malpensados) bajo dosis de incertidumbres, intrigas y actos groseros… A lo último siempre he sido vehemente: ¡qué feos son los chats notificando cuando alguien deja algo leído! Me quedé en las llamadas; quizás las videolladas, porque gozan de tacto y emoción, curiosamente. Pero, peor así, es que haya quienes crean que eso es parte de una brillante estratagema para conquistar o llamar la atención de alguien. ¡Por favor! A todo esto hay una preciosa vulgaridad anglosajona: Bullshit.

Y eso es lo que ocurre. Si la oportunidad se pierde fresca, no queda más que olvidarla y seguir luchando por observar otras a pesar de estar sobre ellas… Pero nunca se debe renunciar a la esencia, dado que considero que la avaricia temporal y social es uno de los defectos más aterradores de un ser humano. Puede ser por falta de control o porque nunca podremos o podrán, quién sabe, salir de los casi circadianos problemas y dramas.


El que quiera, que quiera y lo consiga y el que no, que mejor sepa huir. 

Y... No seamos tan procaces, aún tan precoces.


sábado, 8 de noviembre de 2014

Programming alert


Notificamos del paso de un huracán con nombre castellano que dejó muchos daños en la zona, pero, finalmente, conservó la esencia de los sufridos. Un huracán de buena cara capaz de generar daños sin consentimiento ni remordimiento. Pésima representación de su gremio.

Se solicita a la audiencia ignorar las previas dos entradas, de paso.

Volveremos dentro de poco por este mismo canal.



 

martes, 28 de octubre de 2014

El error


Debo confesar que la noche de ayer lunes tenía muchos motivos. Pensé en pausar mi sueño nocturno para redactar esta entrada. Sabía que si lo hacía así, perdería toda la noche; terminaría desvelado por todos los pensamientos intrusivos que, como cascada del más borrascoso río, llegaban a mi mente, atormentándome por una sola cosa: cometer un error y herir al inocente. 

Cuando se lleva una errata entre pecho y espalda no se es persona.

Hace poco veía en televisión una entrevista a Yidis Medina, una señora que como un ‘mágico’ de la época del narcotráfico, llegó de barrer cafeterías en Barrancabermeja (Santander) a decidir el curso de la Carta Magna de Colombia. Ella votó, prevenida de pensamientos y ambiciones, la reelección presidencial que le dio el segundo término ejecutivo a otro utilitarista político. Ella no sabía lo que hacía; solo pensaba en lo que soñaba, en la mentira que se creyó, en el engaño que compró, sin pensar en que el daño ya estaba hecho.

Y ése es precisamente el precio de los errores. Los yerros, como me enseñaron en el colegio a llamar a los más vergonzantes y difíciles de superar de su índole, no se desprenden hasta acabar con todo, hasta lograr que la culpa consuma por doquier lo que ve; lo bueno, lo malo y lo loable. A que las buenas acciones del pasado sean un episodio más para validar aquella frase del reverendo Martin Luther King Jr. en la que advertía: “Nada se olvida más despacio que una ofensa; y nada más rápido que un favor”. Y sí.


lunes, 20 de octubre de 2014

No hay título. Digresión.


Ciertamente, durante días recientes he encontrado la mejor compañía en la música. Y con ello no supongo que los sonidos reflejan en mí simple movimiento en los osículos auditivos, sino que fuerzan una activación interior que me obliga a escuchar una pista una y otra vez. Como dirían los estadounidenses, en medio de su vasta creatividad lingüística, over and over.

Fue precisamente la radio, esa que pongo cada mañana mecánicamente a que me hable sin que se sienta ofendida porque le ignoro la mayoría del tiempo, la que me trajo a la vida la trompeta y las notas de Herp Albert & The Tijuana Brass. Taste of Honey, Spanish Flea, Limbo Rock y Tijuana Taxi componen desde hace un par de semanas cada uno de mis días; quién sabe hasta cuándo o en qué punto me canse.




Soy creyente de la música como fondo memorial de los ciclos varios de los que se compone la existencia. Solo basta con escuchar una canción para rememorar, llorar, alegrarse, sentir nostalgia o, simplemente, mover cualquier parte del cuerpo al ritmo de los instrumentos.  Letras y composiciones se enganchan en el recuerdo para hacernos sentir, para conmutar mente y cuerpo en la más ridícula armonía. También es una forma de vivir, de sentir.